CENTRO CULTURAL SAN FRANCISCO SOLANO


SI LO NECESITA O ES SU DESEO PUEDE AGRANDAR LA IMAGEN DEL VIDEO CLICKEANDO EN EL RECUADRO DE ABAJO A LA DERECHA DEL MISMO O SI DESEA DETENERLO PARA UNA MEJOR LECTURA CLICK EN EL BOTON DE LA IZQUIERDA

Debate sobre el expresionismo en los años 30, ¿sentimentalismo?, ¿Un capricho burgués?, ¿Un producto fascista?.

Equipo de Bitácora (M-L), 2022

  • Cultura

  • Diciembre 23, 2022

«Tomemos la cuestión del expresionismo como ejemplo de los debates que se daban entre los artistas progresistas del siglo XX −entendiendo a estos, como individuos que se acercaban a los marxistas en metodología, compartían objetivos y demás, sin llegar siempre a alcanzarlos−. En esta sección encontraremos los siguientes apartados: a) ¿qué origen, características e intenciones tuvo el expresionismo como corriente artística?; b) ¿por qué los nazis tuvieron un idilio muy especial con el expresionismo?; c) ¿por qué el fascismo alemán e italiano viraron hacia el arte clásico y monumental?; d) ¿qué posiciones tuvieron Lukács y Brecht en el debate sobre el expresionismo? 

Esto será muy interesante ya que extraeremos lecciones muy similares a las que hemos obtenido en otros capítulos, especialmente analizando las polémicas que surgieron frente a nuevos fenómenos como el rock en los años 50, el punk en los 70, el rap en los años 80, o mucho más recientemente, el trap en el siglo XXI. Véase la obra: «La «música urbana», ¿reflejo de una decadencia social?» (2021).



Explicación sobre el origen, características e intenciones del expresionismo

El «expresionismo», como parte de esos «ismos» de las vanguardias nacidas a principios del siglo XX, estuvo determinado −como no podía ser de otra forma− por los estilos que le precedían y por los intereses sociales de su época. En este caso, según el grado en el que se distorsionasen las figuras en la pintura, las notas en la música, los contornos de las esculturas, la lógica de la literatura, etcétera, esta forma expresionista parecía desgarrarse cada vez más de sus predecesores lejanos y cercanos −impresionismo y postimpresionismo− para retomar otros viejos movimientos como el romanticismo o el decadentismo, incluso a las dramáticas pinturas de El Greco, considerado para muchos como un «protoexpresionista». En cuanto a la temática e intenciones de este nuevo estilo, bien vale citar el siguiente extracto de Frederic Ewen, pues lo resume a la perfección:

«El expresionismo es la autobiografía del alma. No fue menos significativa para los expresionistas alemanes la definición del inconsciente que va desde Shopenhauer a Freud. Lo irracional, lo inconsciente, lo reprimido, el mundo de los sueños, son nociones esenciales en las obras de teatro de los expresionistas. (…) La realidad interior es exhibida descarnadamente a través de símbolos; los personajes se vuelven abstractos, ya que son concebidos como universales. El hombre aparece en mayúsculas, como Hermano, Hermana, Madre, Poeta. (…) Ya hacia 1910 Franz Werfel dijo: «Mi único deseo, hombre, es ser amable contigo. (…) Por eso pertenezco a ti y a todos. ¡No te resistas, te lo suplico! Oh, que pronto llegue el tiempo en que los hermanos nos abracemos como hermanos». (…) Theodor Daübler anunció en 1919… «¡El Yo crea el mundo!». (…) Si el Yo es el centro creativo, entonces el Hombre es el objeto del discurso». (Frederic Ewen; Bertolt Brecht: su vida, su obra, su época, 1967)

Como lo comentó el crítico de arte albanés Alfred Uçi en su obra «El laberinto del arte moderno» (1987), los expresionistas desarrollaron su nueva tendencia en lucha contra el impresionismo, desfasado para sus nuevos intereses e inquietudes. Este rechazo al impresionismo venía motivado por la repulsa que sentían hacia el realismo. Por un lado, negaban cualquier intento de ofrecer, aunque fuera aproximadamente, impresiones ópticas naturalistas y, por otro, consideraban que el papel del artista no era lo suficientemente activo en la creación de sus obras:

«Por tanto, la eliminación de estas limitaciones, según los expresionistas, podría hacerse alejándose del realismo, evitando la reflexión con el valor artístico de la vida y siendo arrastrados por la vorágine del subjetivismo. (…) Los estetas expresionistas predicaron que, rompiendo con la tradición impresionista, el foco de la creatividad debería cambiarse del ojo consciente a la fuerza creativa de la imaginación». (Alfred Uçi; El laberinto del arte moderno, 1987)

Si tomamos el semblante artístico de uno de sus máximos representantes, Edvard Munch (1863-1944), los expertos describen sus obras bajo el canon que luego sería típico en el estilo:

«El vacío al que se adhieren las voluminosas figuras se convierten en un elemento esencial de expresión del espacio que confiere a los cuadros y grabados de Munch su ahogada e inquieta angustia». (Ursula Hatje; Historia de los estilos artísticos II, 1973)

Y en cuanto a la temática de sus piezas, estas se focalizan en:

«Las sombrías visiones de «introspección» giran en torno a situaciones en la que se representan la importancia del hombre frente a su fatalidad; frente a la muerte, la lucha de los sexos, la tentación y los celos». (Ursula Hatje; Historia de los estilos artísticos II, 1973)

Uno de los artistas expresionistas que mejor resume el espíritu de este estilo fue Otto Dix. Este inquieto alemán fue voluntario en la Primera Guerra Mundial (1914-18) porque, como declaraba: «Soy un realista. Debo verlo todo. Tengo que experimentar por mí mismo todos los abismos insondables de la vida». En su obra se reflejan obsesivamente escenas de bombardeos, gases mostaza, heridas abiertas, mutilaciones y un infinito etcétera. Muy posiblemente, como les ocurrió a tantos otros soldados, esta angustiosa experiencia fue la causa principal de que el artista terminase plasmando una y otra vez estas horripilantes imágenes que contempló de primera mano o que escuchó de sus camaradas de armas. También, al igual que todos los bohemios de la época, se regodeaba plasmando los mundos oscuros de la noche y sus personajes:

«Sus retratos perturbadores del género conocido como Nueva Objetividad, fueron de grandiosa forma expresiva y rozaron los estilos expresionista y realista –retomando principios de la composición del Renacimiento– con representaciones grotescas y exageradas de una sociedad burguesa. El erotismo y la violencia jugaron un gran papel en la vida de Otto Dix, fascinado por el acercamiento no sentimental a la sexualidad de las prostitutas y la sociedad alemana sedienta de entretenimiento, la apertura de numerosos cabarets y la vida nocturna de la que formó parte. Las piezas que realizó de asesinatos sexuales, prostitutas ancianas y mendigos, fueron evidencia de la realidad que acontecía en Alemania y creados sin ningún juicio externo o comentario del artista». (Alivé Piliado Santana; Otto Dix: Realidad obscena y absoluta, 2016)

Sin embargo, esta tarea que se autoimpusieron los miembros de la «nueva objetividad» no fue cumplida con éxito. Otto Dix y sus seguidores se propusieron en cierto modo, al igual que el intelectual ruso Visarión Belinski del siglo XIX, encontrar el origen del mal social que producía aquellos estragos. Sin embargo, al igual que le ocurrió a Belinski, ellos fallaron en alcanzar esta tarea, puesto que se quedaron muy lejos de llegar al fondo del asunto, y es notable que entre ellos un concepto tan básico como el de la lucha de clases se les resbalaba entre los dedos. Vean:

«Los expresionistas, independientemente de su investigación formalista, trataron un tema social, centrando la atención en la herida y la devastación que trae la realidad, a las personas que están física y espiritualmente mutiladas por el mundo antihumano explotador, pero las pinturas expresionistas están impregnadas del espíritu de desesperación y horror apocalíptico. Así describe uno de los pintores expresionistas este espíritu de terror, imperante durante la Primera Guerra Mundial: «Nunca ha habido un tiempo en que la vida haya sido sacudida por tanto terror, por un miedo tan mortal. El mundo nunca ha estado tan silencioso como la muerte misma. La alegría nunca ha estado tan lejos y la libertad tan rara. La pobreza grita, el hombre llora con el alma, el tiempo se va convirtiendo en el grito de la pobreza. El arte está soltando sus gritos en la oscuridad, está pidiendo ayuda a gritos, está jadeando por aire. Esto es expresionismo». (Alfred Uçi; El laberinto del arte moderno, 1987)

Por lo tanto, una corriente con semejante naturaleza, nacida de la psicología profundamente pesimista de sus autores, no podía menos que extender hasta el absurdo el sufrimiento de los pueblos, la gravedad y la duración de las crisis, el aspecto agónico del episodio histórico que tenían ante sus narices. Si bien plasmaban con mayor o menor acierto los estragos de la guerra y las políticas capitalistas, este tipo de autores no eran capaces de ver algo más allá en el horizonte y pareciese que se regodeaban en su propia desgracia.

En todo caso, como insistiremos una y mil veces, todas estas «vanguardias» eran movimientos en los que sus artistas no tenían los mismos referentes, y en donde a menudo se cansaban muy rápido de los parámetros del género y buscaban la manera de superarlos. Esto significa que la unanimidad absoluta no existía, de ahí que las exposiciones o manifiestos conjuntos fuesen una fórmula acertada para intentar dar esa apariencia de «unidad» y «originalidad» del género, especialmente cuando se intentaba promover comercialmente. Esto causó la curiosa anécdota en la que el crítico de arte Lukács declaró:

«En el momento en que habría habido que decir quién sería el escritor expresionista típico, o, más en general, quien merece que se le llame expresionista, las opiniones discrepan tan radicalmente que no hay un solo nombre no discutido. Uno se pregunta incluso −y precisamente al leer los discursos de defensa más apasionados− si ha habido alguna vez expresionistas». (Georg Lukacs; Se trata de realismo, 1938)

Mientras que, por su parte, el dramaturgo Bertolt Brecht comentó algo muy similar:

«Por aquel entonces algunas promociones de artistas atravesaron un período expresionista. Esta tendencia artística fue algo contradictorio, heterogéneo, confuso −incluso elevaba, esto a principio− y preñado de protesta −sobre todo de impotencia−. (…) Los artistas evolucionaron ulteriormente en direcciones distintas. El crítico de arte de ahora, de unos: llegaron a ser algo pese al expresionismo, y de otros: no fueron nada a causa del expresionismo». (Bertolt Brecht; El debate del expresionismo, 1938)

¿Y cuál fue la actitud de los artistas revolucionarios ante esta nueva corriente? La mayoría de los artistas soviéticos llevaban años criticando al expresionismo de autores como Karl Hofer, considerándolo como una prueba de que este arte estaba basado en el subjetivismo nihilista, el elitismo intelectual y la deformación de la realidad. Esto no excluía el intentar convencer a los artistas más políticamente avanzados para que reflexionasen sobre estos aspectos que, como ahora veremos, no eran banales ni anecdóticos, y que acaban afectando muy seriamente a la calidad de sus producciones. Véase la obra de A. L. Dymschitz: «Sobre el formalismo en la pintura alemana» (1948).

Entonces, a priori, parecería que la mayoría de artistas de «izquierda» mostrarían una actitud crítica, indiferente cuando no de extremo rechazo hacia el expresionismo. Pero no todos adoptaron tal postura, ni mucho menos. Por ejemplo, hubo bastantes artistas que intentaron juntar sus preocupaciones sociopolíticas con el estilo de este nuevo arte, por ejemplo, Käthe Kollwitz, una reconocidísima pintora alemana simpatizante de la revolución soviética, cuyas piezas como «La Marcha de los Tejedores en Berlín» (1897) [1] o «Los prisioneros» (1908) [2] dejan poco lugar a dudas, tanto a la hora de plasmar sus inquietudes como de su estilo francamente sombrío. Más allá de qué deseaba transmitir exactamente y bajo qué espíritu, o de si era la forma más adecuada, lo que queda claro es que sus trabajos al menos fustigaban la realidad social de la Alemania de aquel entonces, por lo que se granjeó la enemistad declarada del gobierno: 

«Ella no creó sus conmovedores grabados y dibujos con el propósito principal de provocar una sensación. Ella se identificaba profundamente con los pobres y los desheredados, cuya causa quería defender. (…) Cuando la serie fue propuesta para la concesión de una medalla de oro, el ministro responsable aconsejó al Emperador que no aceptara la recomendación «en vista del tema de la obra y su ejecución naturalista, carente por completo de elementos mitigadores o conciliatorios». Ésta era, precisamente, la intención de Käthe Kollwitz». (Ernst Hans Gombrich; La historia del arte, 1950)

Algunos, como el escritor y dramaturgo Ernst Toller, partícipe en la Revolución Bávara (1919), se declaraban orgullosos partícipes del expresionismo. Esto no impidió que el propio Toller mostrase esos mismos ecos de «humanismo abstracto» y «pacifismo» en obras como «Transfiguración» (1919) o «El hombre y las masas» (1921), lo que solo parecía dar la razón a sus detractores sobre sus carencias. 

En otro bloque, tenemos a autores, que si bien no les gustaban el expresionismo en exceso, criticaban estos mismos aspectos desde una óptica más tolerante, centrándose en resaltar los aspectos incompatibles con una visión marxista. Consideraban que los modismos vanguardistas eran especie de «experimentación» de las cuales había que intentar tomar los aspectos que más sirvieran a la causa del progreso intelectual y material humano. En concreto, el ya mencionado Bertolt Brecht declaró en su obra: «Del carácter formalista de la teoría del realismo» (1938) que: «Para mí el expresionismo no es únicamente un «asunto penoso, un descarrilamiento», sino que advertía que, en autores como Sternberg, Taller o Goering «había mucho que aprender por parte de los realistas», y que, por el contrario, había cosas de Balzac o Tolstoi que no podían readaptarse para los nuevos tiempos. Esto abría la caja de pandora, no solo en el sentido de que era necesario analizar escrupulosamente el nuevo arte −antes de despreciarlo por desconocimiento o adorarlo por seguidismo−, sino que planteaba la justa duda de si el antiguo arte había envejecido bien o no.

Como en toda moda, no había pocos que en su momento intentaron elevar esto a la enésima potencia, plateando que el expresionismo debía ser el canon artístico moderno a establecer, incluso calificándolo como superior al realismo socialista en cuanto a «plasmación del sentimiento humano» o en cuanto a «transgresión contra el sistema». La extrema devoción hacia el expresionismo en autores como Ernst Bloch llegó hasta el punto de proclamar que el expresionismo no solo era sinónimo de talento, sino que era el responsable, según él, de las virtudes que habían desarrollado otras vanguardias, como el famoso surrealismo:

«Aun hoy no hay ningún talento que no tenga su origen en el expresionismo o, por lo menos, que no ponga en evidencia su repercusión. El último expresionismo es el de los así llamados surrealistas; son un pequeño grupo, pero vuelven a ser vanguardia y el surrealismo es plenamente montaje. El montaje es la descripción del desorden de la realidad vivencial con esferas y cesuras desmoronadas». (María Verónica Galfione; Estéticas del exilio: el debate acerca del expresionismo, 2014)

Por otra parte, había quienes debido a sus opiniones filosóficas y políticas conservadoras o místicas tomaban los aspectos menos aprovechables o más discutibles del expresionismo… como el pesimismo, la especulación filosófica, la extrema exageración de la abstracción de las figuras o la exageración de la luz y el color, la concepción de que existe una naturaleza fija del hombre que hay que rescatar, y un largo, etcétera de rasgos que, vistos hoy, no resultan sorprendentes, porque ya se habían visto y se seguirían viendo en muchas de estas tendencias artísticas. Esto se puede comprobar echando un vistazo a sus obras clásicas: a) «Tarde en Karl Johan» (1892) de Munch [3]; b) «Fränzi ante una sillada tallada» (1910) de Kirchner [4]; c) «Naturaleza muerta de máscaras III» de Emil Nolde [5]; d) «La tempestad» (1914) de Franz Marc [6]. Fueron ellos o sus sucesores quienes avanzaron las tendencias más delirantes del género:

«Si, según tal doctrina, fuera verdad que lo único que importaba en arte no era la imitación de la naturaleza, sino la expresión de los sentimientos a través de una selección de líneas y colores, resultaba legítimo preguntar si el arte no sería más puro suprimiendo todo lo concerniente al tema para basarse, exclusivamente, en los efectos de color y forma. El ejemplo de la música, que se desenvuelve perfectamente sin la ayuda de las palabras, sugirió a menudo a críticos y artistas el ideal de una música visual pura». (Ernst Hans Gombrich; La historia del arte, 1950)



Kandinski como representante del expresionismo y precursores del arte abstracto

Si debemos elegir a una figura que resuma el aspecto contrarrevolucionario de esta fracción de los expresionistas ese sin dudas fue Vasili Kandinski, precursor de lo que más tarde sería el polémico arte abstracto:

«Fue realmente un místico que aborrecía los valores del progreso y de la ciencia, y anhelaba la regeneración del mundo mediante un nuevo arte de pura interioridad. En su apasionado y un tanto confuso libro: «De lo espiritual en el arte» (1911) destaca los efectos psicológicos de los colores puros, según los cuales, por ejemplo, un rojo brillante puede producirnos el mismo efecto que un toque de clarín. Su convicción de que era posible y necesario llegar de este modo a una comunión entre los espíritus le alentó a exponer sus tres primeras tentativas de música cromática, que fueron las que realmente iniciaron lo que hoy se conoce por arte abstracto». (Ernst Hans Gombrich; La historia del arte, 1950)

Lo más gracioso es que si ahondamos un poco más en el ideario personal de este señor, nos topamos prontamente con un hombre que delirantemente se consideraba a sí mismo como un genio por sostener este tipo de sandeces. Sus teorizaciones sobre el arte estaban repletas de conceptos oscurantistas, así, por ejemplo, consideraba la creación artística como un proceso místico, separado del artista y capaz de cobrar vida propia y portador de vida material. Las concepciones filosóficas y artísticas de tipo materialista y atea eran para él poco menos que un narcótico a evitar, puesto que «adormecen el alma». ¿Cuál era el contrapeso que colocaba contra tan «viles» concepciones?

«En las épocas en que las ideas materialistas, el ateísmo y los afanes puramente prácticos consecuencia de ellos, adormecen a un alma abandonada, surge la opinión de que el arte puro no ha sido dado al hombre para ningún fin especial, sino que es gratuito; que el arte existe sólo por el arte. (…) Esta concepción del arte es una de las pocas filosofías idealistas que subsisten en épocas parecidas, y constituye una protesta subconsciente contra el materialismo, que persigue siempre una finalidad práctica. Por otro lado, demuestra el poder indestructible del arte y del espíritu vivo y eterno, que podrá ser narcotizado, pero nunca aniquilado». (Vasili Kandinski; De lo espiritual en el arte, 1911)

Frente al «practicismo materialista» que tanto le horrorizaba, Kandinski exponía que la libertad de los artistas residía en la «necesidad». En concreto la necesidad de utilizar las formas y los colores como les viniese en gana, puesto que el artista «lo sentía así»:

«No se trata de que el artista contravenga cierta forma externa −por lo tanto casual− sino de que necesite o no esa forma tal como existe exteriormente. De igual modo han de utilizarse los colores, no porque existan o no en la naturaleza con ese matiz, sino porque ese tono sea o no necesario para el cuadro. En pocas palabras: el artista no sólo puede, sino que debe utilizar las formas del modo que sea necesario para sus fines. Ni son necesarias la anatomía u otras ciencias, ni la negación por principio de éstas, sólo es necesaria la libertad sin trabas del artista para escoger sus medios». (Vasili Kandinski; De lo espiritual en el arte, 1911)

Pero todo esto no debería extrañarnos, puesto que, en la misma obra, al hablarnos de las formas de la vida espiritual −en este caso un triángulo−, afirmaba que en la cumbre se encontraba el artista más sabio e incomprendido y debajo de este el resto. Según esta teoría dicho triángulo se mueve lentamente, aquellas ideas que hoy solo están al alcance del sabio mañana serán entendidas por el resto de la cadena:

«En todas las partes del triángulo se hallan artistas. Todo el que ve más allá de los límites de su sección es un profeta para su alrededor y colabora al movimiento del lento carro. Si, al contrario, no tiene esa aguda visión o la emplea para fines más bajos o renuncia a ella, sus compañeros de sección lo apoyarán y lo alabarán. Cuanto más amplia sea la sección y más bajo su nivel, tanto mayor será la masa que entienda el discurso del artista». (Vasili Kandinski; De lo espiritual en el arte, 1911)

En resumen, cualquier artista que fuese capaz de enviar un mensaje con su obra de fácil entendimiento por parte de amplias masas del público para nuestro pintor ruso era poco menos que un mediocre, atrapado en los convencionalismos. La burda concepción de que entre mayor sea el público de tu producción artística, menor la calidad de la misma, un prejuicio que solo son capaces de esgrimirlo los intelectuales más pedantes, aquellos iluminados que desde sus torres de marfil creen otear el mundo como pequeños dioses. Esta clase de criaturas sienten pavor ante la idea de que un simple obrero de fábrica pueda analizar su cuadro. Por lo tanto, ¿para qué tratar formas y contenidos realistas cuando puedo trazar un par de líneas y una circunferencia y llamarlo «Pesar»? ¿Puede existir un mayor atentado contra el arte y a la vez un mayor ejercicio de elitismo?

Como vemos, Kandinski y su grupo «El Jinete Azul», no estaba interesado en lo absoluto en los temas sociales. Muchos de ellos, de la misma manera que el pintor ruso, eran personas religiosas que reaccionaron contra cualquier progreso técnico y científico tachándolas de «degeneración». Franz Marc, uno de los fundadores del grupo y padre de estas teorías, pintó principalmente animales con la excusa de expresar una «esencia» trascendental que no podía ser captada por los sentidos. Además, declaró que en el mundo animal el «espíritu creativo» era más puro. 

«Por la belleza, escribió, el animal es superior al hombre que se degrada. Sin embargo, el desdén por la belleza humana, por las formas sensoriales de las cosas en nombre de captar el «caos primario», del «espíritu pancósmico» empujó a este pintor por el camino del formalismo, hacia la abstracción. Su última pintura fue casi completamente abstracta». (Alfred Uçi; El laberinto del arte moderno, 1987)

Otros, como Paul Klee, decidieron destruir todos los logros conseguidos hasta entonces tanto a nivel técnico como ideológico en la pintura imitando el estilo de representación de los niños. Basándose en el supuesto «genio inconsciente» de los infantes, Klee afirmó que los pintores podrían plasmar la pureza, sinceridad de sentimientos y expresividad natural emulándolos. Rápidamente el lector pensará, y no sin razón, que cualquiera que busque «copiar» a semejanza de otra persona algún tipo de obra no podrá hacerlo sino conscientemente. 

«Las deformaciones, la coloración arbitraria de los colores, sin tener en cuenta las leyes de la perspectiva y los volúmenes de los objetos, que en el nuevo año en las pinturas infantiles no son su superioridad, sino que dan testimonio de la falta de experiencia artística y de su falta de dominio de las habilidades artísticas. Pero al imitar estos rasgos en la pintura de adultos, el modernismo trae una regresión, sustrae al pintor de las leyes de la apropiación estética con el dominio de la realidad». (Alfred Uçi; El laberinto del arte moderno, 1987)

Es decir, no podemos elevar el nivel de conocimientos que poseen los niños sobre los fenómenos naturales o sociales al estatus de «genio» o «elevada creación artística» puesto que estos suelen ser muy bajos. Ya fuese por motivos de edad, educación, capacidad cognitiva etc. E incluso podemos llegar muchas veces al caso de que esta limitación en la plasmación de sus ideas no se debe, digamos, a dicho límite ideológico o de conocimientos, sino que tal vez el sujeto en cuestión no cuenta con la preparación técnica para plasmar adecuadamente ciertos ángulos de un objeto, degradación del color o sombras. Por lo tanto, dicha «pureza» o «sinceridad de sentimientos» es un paso más en el camino del aprendizaje artístico. No el fruto de una obra definitiva.

Los nazis: su idilio y posterior divorcio con el expresionismo

En la cuestión de la irrupción de las «vanguardias artísticas» de principios del siglo XX Alemania fue una zona clave para su propagación. Y aunque hoy muchos no lo saben o lo ignoren, como hizo en su momento el experto en arte E. H. Gombrich, en los albores del movimiento artístico había una estrecha relación entre el expresionismo y un nuevo movimiento político en auge en aquel entonces: el nazismo. ¿Cuáles eran las razones? Parecía ser que a estos últimos les atraía enormemente la emotividad o el irracionalismo de los artistas como Edvard Munch y Ernst Barlach. Por su parte, Emil Nolde, seguramente uno de sus máximos representantes, militó en el partido nazi; mientras que otro, Arnolt Bronnen, también ostentaría cargos culturales en dicho régimen. Esto es solo uno de tantos ejemplos. Dentro de la jerarquía nazi el propio Goebbels promovió el expresionismo con ahínco, financió abiertamente a los artistas del expresionismo, y en parte gracias a eso su influencia no dejó de crecer. El excelente trabajo de Antoni Gelonch-Viladegut resume esta simbiosis temporal:

«Ya en 1932, y con el apoyo tácito de Goebbels, Edvard Munch había recibido del presidente Hindenburg la medalla Goethe de plata a las artes y las ciencias. Y Munch escribía en su diario: «Yo no corro tras órdenes y medallas. Pero esta distinción, la medalla de Goethe y la firma de Hindenburg, me han llenado de una alegría muy grande. A los dos les admiré al primer vistazo como tipos germánicos verdaderos». Esta alegría de encontrarse «germanos verdaderos» le fue devuelta por Goebbels cuando se reunieron con motivo del 70 aniversario de Munch. Hasta el punto que Goebbels escribió: «La obra de Edvard Munch, que ha encontrado sus raíces en la tierra nórdica y germánica, me habla de la seriedad más profunda de la Vida. Sus cuadros, así paisajes como figuras humanas, están llenos del más hondo sentido del sufrimiento. Munch logra comprender la Naturaleza en su verdad y fijar su imagen con total desprecio del formalismo académico. Espíritu religioso y singular, heredero de la naturaleza nórdica, se libera de cualquier naturalismo y vuelve a los fundamentos eternos del arte racial». (Antoni Gelonch-Viladegut; Las vanguardias artísticas y los totalitarismos en Europa, 2014)

Normalmente se ha creado la idea de que el expresionismo y otras vanguardias siempre fueron perseguidas por el nazismo sin piedad, pero lo cierto es que los nazis promovieron el expresionismo y el «arte moderno»:

«Con Munch, Barlach y Nolde, George Grosz trazaba una filiación que parecía que podía recibir la aquiescencia del nuevo régimen, ganando para él a buena parte de esa franja cultivada de las ciudades para quien el expresionismo representaba la vanguardia. Y los nombres que cita no lo hace por casualidad. Las simpatías de Nolde por el régimen ya eran conocidas. Por su parte, es seguro que Ernst Barlach no era nazi, pero el 18 de agosto de 1934 no vaciló en firmar, junto a Wilhelm Furtwangler y el arquitecto Mies van der Rohe, un «Llamamiento a los trabajadores creativos en el campo de las artes» para apoyar la candidatura de Hitler al puesto de presidente». (Antoni Gelonch-Viladegut; Las vanguardias artísticas y los totalitarismos en Europa, 2014)

Esto era normal debido al idealismo filosófico que unía a esta corriente artística, el expresionismo, con esta corriente política, el nazismo:

«Las afinidades electivas que el nazismo creía poder hallar en el expresionismo incluían también el pathos expresionista, su voluntad de enraizarse en una tradición nórdica… Cuanto en el nazismo era retorno a un «alma» romántica opuesta a la razón clásica, cuanto en él se pretendía acceso directo al alma profunda de lo que exaltaba como «lo que no pertenece más que al pueblo de pura ascendencia alemana», retórica de los discursos, puesta en escena, desfiles y cantos, todo armonizaba a la perfección con la teoría expresionista de un lenguaje que quería ser de inmediatez expresiva. (…) El artífice principal del reconocimiento a Munch había sido el propio Goebbels, ministro de Propaganda. El mismo Goebbels que ya en 1929 se erigía en defensor del expresionismo y que hacía decir al protagonista de su novela Michaël lo siguiente: «La estructura interna de nuestro decenio es expresionista hasta su médula. Nosotros los contemporáneos somos todos expresionistas, hombres que quieren dar forma al mundo a partir de su propio ser. El expresionismo crea un mundo nuevo a partir de lo interior. Su secreto y su poder están en su fervor apasionado. (…) En las expresiones «dar forma al mundo a partir de su propio ser» y «crear un mundo nuevo a partir de lo interior» se encuentran −simplificados y vulgarizados, pero también deformados y envilecidos− los temas del romanticismo y, en particular, los más queridos por Herder y los «filósofos naturales», es decir, el orden físico del mundo y el psíquico del hombre. (…) En 1933, cuatro años más tarde, Goebbels todavía elogiaba las «perspectivas sanas» del expresionismo en un discurso a los directores de teatro alemanes. Y justo un año después declaraba en la primera asamblea de la Cámara Imperial de las Artes Plásticas ser contrario a «perspectivas reaccionarias en el arte» como las de su rival Alfred Rosenberg, autor del «Mito del siglo XX» y defensor de un arte populista. Goebbels afirmaba que «Nosotros los nacionalsocialistas nos consideramos sostén de la parte más avanzada de la modernidad en materia artística» y anunciaba que entraba «en los propósitos del nacionalsocialismo valorar la aportación artística del expresionismo y la abstracción a la Revolución nacional». (Antoni Gelonch-Viladegut; Las vanguardias artísticas y los totalitarismos en Europa, 2014)

¿Cuál es la paradoja? Que poco tiempo después el nazismo rechazaría lo que antes había defendido a capa y espada. Solo el fruto de las rivalidades dentro de la cúpula nazi hizo que a partir de 1935 se pusiera fin a este idilio:

«Frente a ellos se alzaba la Liga de combate por la cultura alemana dirigida por Alfred Rosenberg, y calificada por sus adversarios de «reacción populista», o populachera. Tenía evidentemente el favor de Hitler, cuyo gusto se repartía entre las viñetas vienesas de Rudolf von Alt y el naturalismo muniqués de Thoma y Liebl. La continuación de la historia es bien conocida: Hitler impuso a Rosenberg frente a Goebbels y la suerte del arte moderno alemán quedó sellada para todo el período de la presencia nazi en el poder. Porque, tal y como nos recuerda Albert Speer en sus memorias, Hitler era quien decidía todo: «Era angustiosa esa autoridad absoluta que ejercía Hitler sobre sus colaboradores, aun los más antiguos y próximos, incluso en cuestiones de gusto. Goebbels había demostrado la dependencia total en que se hallaba respecto a Hitler, y lo mismo ocurría con todos nosotros. Incluso yo, tan familiarizado con los asuntos del arte moderno, había aceptado el veredicto de Hitler sin protestar». Demasiado tarde, demasiado exculpatorio, tras demasiado dolor». (Antoni Gelonch-Viladegut; Las vanguardias artísticas y los totalitarismos en Europa, 2014)

En este sentido no merece la pena detenernos sobre los pormenores, ya que, como hemos dicho, el trabajo de Antoni Gelonch-Viladegut arrojará luz en torno a las posibles dudas que surjan al lector.

¿Por qué el fascismo viró hacia el arte clásico y monumental?

Ahora la cúpula de los nazis especializados en arte, especialmente Alfred Rosenberg, veían un hilo conductor entre el primitivismo del arte africano con las distorsiones formales del arte moderno de muchas de las vanguardias. Sobra comentar las opiniones que tenían sobre el arte «subversivo» de críticos marxistas que directamente eran tachados de «antinacionales» por su inspiración internacionalista, mientras que su lucha de clases era identificada como un «disolvente de la unidad nacional». Cuando en la Alemania de Hitler se terminó de perfilar el llamado «arte nacionalsocialista», se puede decir que este, a diferencia de las ideas difusas anteriores que habían predominado en el movimiento nazi, ahora se necesitaba de un carácter más «popular» y menos «elitista», más fácil de entender por las vastas masas, y, sobre todo, más político, en este caso, pronazi, por supuesto. Para ello se retomó la raíz del arte clásico grecorromano aludiendo que estaba «libre» de influencias «judeizantes», teniendo a autores como Arno Breker o Thorsten Koch como sus grandes representantes. En las «Grandes exposiciones de Arte Alemán» de 1937 predominaban los paisajes, después las escenas de deporte. Tampoco debemos olvidar el gusto por la mitología alemana y griega. 

Ya una vez con el Estado en sus manos y con los recursos financieros apropiados, los nazis mostraron predilección por el arte monumental, quizás en un intento de imitar el impacto que causaba en la URSS con su llamado arte del «realismo socialista». En particular los nazis se vieron impresionados −como tantos otros movimientos profundamente anticomunistas− con los mensajes de epopeya que el arte soviético mostraba en torno a la «construcción» de la «patria socialista» −con imágenes sobre las nuevas plantas, industrias, edificios, presas, los sacrificios de la clandestinidad revolucionaria, y tantos otros episodios históricos o presentes−, por lo que decidieron copiarlo y adaptarlo a las «heroicidades del Führer» o «los héroes históricos del germanismo». Como se puede comprobar, la decisión del gobierno nazi bien pudo responder a una nueva necesidad: el movimiento ya no era ese inicial un grupo de nacionalistas que atraía a los intelectuales románticos que buscaban hallar los presagios de la «raza alemana» en los bosques de la Selva Negra, sino que ahora eran los jefes de gobierno, y eso imponía una responsabilidad cultural administrativa sobre la totalidad de la nación a controlar, y con ello, de una doctrina cultural con fines eficientes de adoctrinamiento. 

Si lo pensamos con frialdad, el movimiento nazi bien podría haber prescindido del expresionismo desde sus inicios, ya que era un arte tan personalista, minimalista o ambiguo, que bien una misma obra podía servir de inspiración a nazis y antinazis debido a la libre interpretación que muchas veces provocaba. Por consiguiente, esta corriente no era la mejor herramienta de instrumentalización ideológica para una militancia política que desease transcender. Desde el punto de vista nazi: ¿qué identificación se podía hacer con la «esencia alemana» una expresión en ocasiones tan poco clara? Desde el punto de vista marxista: ¿qué le podía inspirar al pueblo para sus luchas diarias o futuras? Las respuestas no merecen ni ser respondidas, puesto que salta a la luz que no es el mejor género para identificar colectivamente a una comunidad, sino que es el género perfecto para la autoexpresión individual del autor, para el desahogo terapéutico, para la experimentación, o, a lo sumo, para una pequeña secta de escuela artística. 

La evolución artística de los regímenes fascistas, abandonando progresivamente el arte de vanguardias, se ve clarísimo en la Italia de Mussolini. Si en su «Carta a Bianchi» (1921) el Duce confesó estar improvisando sobre la marcha los pilares de su doctrina política, ¿qué no podría pasar entonces con el arte de su régimen? Inicialmente podemos encontrar una fuerte predilección del movimiento fascista por el fenómeno de las vanguardias en el arte, en concreto en el futurismo de autores como Marinetti, Antonio Sant’Elia o Vinicio Paladini, cuya mayor expresión de intenciones era ya el «Primer Manifiesto Futurista» (1908), el cual anticipaba alguno de los valores fascistas que luego se harían comunes: elitismo, nacionalismo, militarismo, mesianismo, riesgo, violencia, misoginia, oda a la máquina como progreso. En la etapa última el fascismo italiano se acercó al arte monumental y más clásico, seguramente viendo los resultados que había dado en Alemania. También ligado a lo nacional, se recuperó el renacimiento y el clasicismo como época de esplendor italiana con Arturo Martini. Hubo pues un desarrollo diferente pese a que quizás acabaron en puntos similares. Una nota curiosa es que el arte alemán o italiano, pese a la exaltación de la beligerancia y la vitalidad en el sentido más nietzscheano, según diversos estudios, gran parte de las películas estaban destinadas a evitar las imágenes bélicas y sus connotaciones negativas, es decir, actuaban como forma de aliviar a los soldados y sus familias, como evasión de la realidad, lo que indicaba que el estoicismo de las huestes fascistas era menos propio de un «superhombre» de lo que nos relataba su propaganda. Esto de nuevo nos trae a colación el hecho de la inteligencia política y el gran manejo psicológico de los líderes fascistas sobre las masas y su conducta.

Lukács y Brecht en el debate sobre el expresionismo

«En el número de septiembre de 1937 de la revista Das Wort, editada por los intelectuales alemanes exiliados en Moscú, se abre un debate sobre la herencia del expresionismo marcado por el contexto político previo a la II Guerra Mundial. La discusión se da por concluida en el número de julio de 1938, anatematizando el expresionismo y propugnando, más que un concepto estético, un modelo de realismo subyugado a la doctrina comunista oficial. (…) El artículo «Grandeza y decadencia» del expresionismo, de Lukács. Allí se fundamenta la idea de que el expresionismo y el fascismo son hijos de un mismo espíritu. (…) Entre diciembre de 1937 y junio de 1938 se publican en Das Wort trece artículos en respuesta a los de Klaus Mann y Alfred Kurella. De ellos, ocho presentan argumentos importantes a favor del expresionismo, cuatro expresan una opinión de claro rechazo a sus planteamientos estéticos, y uno se debate entre ambas posturas (…) En el mismo número de Das Wort Alfred Kurella (1895-1975), junto a Johannes R. Becher (1891-1958) uno de los máximos responsables culturales en el seno del PC en Moscú, firma el artículo [Aquí acaba esta herencia…] bajo el pseudónimo de Bernhard Ziegler. En él Kurella retoma y enfoca la acusación de Klaus Mann a Gottfried Benn hacia la postura lukácsiana respecto al expresionismo. Lo hace formulando dos afirmaciones generalizadoras. Observa en primer lugar que el espíritu del expresionismo conduce indefectiblemente al fascismo». (M. Loreto Vilar; La herencia del expresionismo. Sobre la discusión en Das Wort, Moscú, 1937/381, 2010)

Hay que aclarar que el expresionismo surge cuando el nazismo ni siquiera está concebido políticamente, por lo que derivar mecánicamente el primero del segundo era un despropósito. Es más, si identificásemos «conatos de nazismo» en él deberíamos condenar automáticamente a todas las corrientes previas que lo influenciaron, y ya nos estaríamos yendo a buscar las raíces «nazis» en el impresionismo, cosa todavía más absurda. Además, el expresionismo fue, como ya se ha visto, una evolución artística lógica de las vanguardias precedentes, habiendo en su seno diferentes opiniones políticas, como también se ha mostrado. En resumidas cuentas, el expresionismo simple y llanamente fue una corriente artística de la cual el nazismo se podía beneficiar por sus debilidades, como, de hecho, hizo durante un tiempo, ¿por qué? Por su tendencia hacia la esencia formalista e irracional, clásica del ámbito bohemio de la posguerra, el cual rezumaba irracionalismo, mesianismo y desesperación a raudales. El no comprender estos «matices», llevó a que en su día cuando, los mismos que habían realizado estos paralelismos confusos, como Lukács, luego no supieran dar una explicación plausible cuando la cúpula nazi se deshizo del expresionismo.

Evidentemente, para la mayoría de autores revolucionarios, fuesen artistas o disfrutasen del arte, difícilmente podían congraciarse con estas fórmulas artísticas como el expresionismo por su peculiar idiosincrasia: esta esencia la hacía prácticamente incompatible con los principales propósitos de expresión y cosmovisión del mundo materialista, que como tal es histórica y dialéctica, lo que ya echaba por tierra varios de los conceptos fijistas y místicos de la metafísica expresionista. Pero de ahí a asegurar que el expresionismo era una corriente que condujese directamente al nazismo, como firmaron algunos de estos presuntos «expertos del arte», era una tomadura de pelo. ¿Cómo concebir entonces la vinculación de autores expresionistas como Johannes R. Becher, creador del himno de la Alemania del Este, al comunismo? Si el expresionismo era expresión nazi o que tarde o temprano llevaba al mismo, ¿era Becher un nazi entre las filas comunistas? Lo mismo puede decirse de otros autores que estuvieron influenciados por las vanguardias artísticas, como el rumano Julio Perahim, el cual si bien comenzó realizando pinturas surrealistas y caricaturas de índole antifascistas y anticapitalistas, tiempo después redirigió su producción de obras bajo un enfoque más centrado el realismo socialista, como su famosa obra «La lucha por la paz» (1950).

¿Y qué alegaban desde la otra bancada los más férreos defensores de esta corriente artística? Resulta curioso que, tras la defenestración del expresionismo en la Alemania de Hitler, sus simpatizantes se valían ahora de los mismos pretextos que habían utilizado sus detractores años atrás: el grado de cercanía o no del expresionismo con el régimen nazi. Para 1937 algunos deseaban resumirlo todo en: «Si el nazismo ataca al expresionismo, es porque objetivamente este contiene una esencia progresista»:

«Ernst Bloch había publicado el artículo [El expresionismo] en la revista Die Neue Weltbühne 45 (1937). Allí trataba de explicar nuevamente la trascendencia del expresionismo para el Frente Popular después de que Hitler arremetiera contra el llamado arte «degenerado» en la inauguración de la exposición en Múnich, precisamente utilizando argumentos cercanos a los de Kurella». (M. Loreto Vilar; La herencia del expresionismo. Sobre la discusión en Das Wort, Moscú, 1937/381, 2010)

En cuanto a formulación en sí del expresionismo, su esencia, sus simpatizantes plantearon tres puntos cardinales para sostener su alegato:

«Los intelectuales que se expresan a favor del expresionismo son: Herwarth Walden (Georg Lewin, 1887-1941), casado brevemente con Else Lasker-Schüler, promotor del arte vanguardista y también escritor, y relacionado con el movimiento obrero revolucionario; Klaus Berger (1901-2000), historiador del arte y miembro del SPD; Kurt Kersten (1891-1962), periodista y autor de biografías, entre otras, una de Lenin; Gustav Wangenheim (1895-1975), dramaturgo, director cinematográfico y actor, y miembro del PC; Peter Fischer, probablemente un pseudónimo, historiador del arte; Werner Ilberg (1896-1978), judío, miembro del SPD y de la Liga de Escritores Proletarios Revolucionarios; Rudolf Leonhard (1889-1953), poeta expresionista y luchador de la resistencia; y Ernst Bloch. De ellos sólo Lewin/Walden y Wangenheim estuvieron exiliados en Moscú. (…) Los argumentos de quienes defienden el expresionismo en Das Wort se concentran en los siguientes puntos. En primer lugar, el carácter revolucionario y progresista, de clara ruptura con el arte burgués decimonónico. (…) En segundo lugar, la negación categórica de que el expresionismo conlleve el germen del fascismo, como así lo señalan Lewin/Walden, Berger, Wangenheim, Kersten e Ilberg, con el reproche añadido de los dos últimos a los partidos de izquierda que no supieron aprovechar el potencial expresionista para la materialización de «lo nuevo». (…) En tercer lugar, y a pesar de reconocer su nihilismo y su carácter destructivo, como también lo hacen Kersten e Ilberg, Wangenheim, Leonhard y Bloch loan el humanismo y la voluntad de reconstrucción latentes en el expresionismo. (…) Fischer y Bloch apuntan, en cuarto lugar, el popularismo, la voluntad de acercar el arte y su belleza al pueblo, como uno de los rasgos positivos de las vanguardias». (M. Loreto Vilar; La herencia del expresionismo. Sobre la discusión en Das Wort, Moscú, 1937/381, 2010)

Obviamente los artistas a favor del expresionismo llevaban razón en el segundo punto, pero por razones obvias patinaban estrepitosamente en el primero, tercero y cuarto:

«Contra el expresionismo se aducen en Das Wort por parte de la intelectualidad en el exilio moscovita las siguientes razones. En cuanto a la temática, su falta de compromiso social, la abstracción ajena a la realidad y vacía de contenido. (…) En referencia al método, la crítica se centra en el formalismo y en la experimentación, en la destrucción formal, como señalan Keményi/Durus, Balázs y Lukács. Estos últimos censuran asimismo el subjetivismo y el elitismo del arte de las vanguardias». (M. Loreto Vilar; La herencia del expresionismo. Sobre la discusión en Das Wort, Moscú, 1937/381, 2010)

Sea como sea, ambos bandos se valieron e insistieron durante el debate de un aspecto formal: la validación momentánea o no del régimen nazi hacia el expresionismo, descuidando el aspecto de fondo: ¿podía ser realmente el expresionismo una forma válida para «denunciar el hitlerismo»? ¿Podían los trabajadores alemanes utilizar el expresionismo para elevar su nivel combativo en tiempos de crisis y necesidad, o este los acabaría hundiendo en el cenagal del derrotismo y la desesperanza? Y en caso de responder positivamente, ¿acaso era mejor que otras manifestaciones artísticas? Hubo una posición intermedia concentrada en autores como Vogeler y Brecht, quienes no simpatizaban precisamente con el expresionismo, pero pusieron coto a ciertas declaraciones ultraizquierdistas:

«Contra la opinión simplista y maniquea de Kurella, según la cual, todos los artistas revolucionarios serían realistas y todos los expresionistas fascistas, señala Vogeler en su artículo [Experiencias de un pintor. Sobre la discusión del Expresionismo] que «no todos vivimos −y aún menos creamos− siguiendo una única teoría, correcta o incorrecta, derivada de forma abstracta de una ideología» (cit. en: Schmitt 1978: 157). Vogeler considera que el valor histórico del expresionismo radica en su capacidad para «abrir los ojos» (cit. en: Schmitt 1978: 165) a la desesperación del arte burgués en su última etapa. Con todo, el principal error del expresionismo es, para Vogeler, la identificación de lo revolucionario con la reducción y la destrucción formal. Creyendo mostrar la esencia, la composición de las cosas, los expresionistas en realidad mostraban su descomposición, observa. Por ello finaliza: «Según mi experiencia, no hay ningún legado cultural que heredar del expresionismo». (M. Loreto Vilar; La herencia del expresionismo. Sobre la discusión en Das Wort, Moscú, 1937/381, 2010)

En cambio, Brecht, como se ha dicho ya, si bien defendía el derecho de los artistas a experimentar e innovar, dejaba claro que esta corriente no era de su agrado. En verdad el dramaturgo y poeta alemán recogería varias de sus impresiones sobre el debate en unos cuantos ensayos durante 1938-39, los cuales son sumamente interesantes:

«Alejado del tono amistoso y conciliador de Seghers, Brecht se expresa desde su exilio danés de forma muy crítica, sarcástica. Aliña su discurso con delirantes juegos de palabras para censurar y ridiculizar la estrechez de miras y el proceder sectario de los teóricos marxistas en general y de Lukács en particular. Y formula su propio concepto sobre el realismo, su método, sus formas y los modelos literarios a tener en cuenta, sirviéndose de definiciones y sentencias. En el artículo titulado «Popularismo y realismo», escrito en junio de 1938 y remitido a Kurella pero no publicado en Das Wort (…) En «El debate del expresionismo» Brecht identifica a Lukács, sin nombrarle, como «juez de arte» (Brecht 1993: 418). Contra su acusación de formalismo, señala Brecht en el mismo texto: «Muchos todavía no comprenden que agarrarse a las antiguas formas convencionales ante las siempre nuevas exigencias de un entorno social siempre cambiante también es formalismo» (ibídem), y concluye: «Reducir el realismo a una cuestión de forma y vincularlo a una forma, una sola −y una antigua, además− significa esterilizarlo». Como Seghers, Brecht celebra la experimentación formal pero le exige capacidad comunicativa, a fin de poder ejercer su influencia ideológica sobre el receptor». (M. Loreto Vilar; La herencia del expresionismo. Sobre la discusión en Das Wort, Moscú, 1937/38, 2010)

Lamentablemente, Brecht nunca se atrevió a publicar estas críticas en vida, por lo que no sabemos qué impacto hubiera podido tener su intervención en el debate artístico, ya que, si bien Lukács o Kurella estaban en una posición de poder, Brecht ya era un artista de prestigio, por lo que es muy posible que sus argumentos captasen gran atención. 

En cualquier caso, Brecht recordó durante el mismo debate la necesidad de que si el artista deseaba realmente servir a la revolución debía comenzar a entender la vinculación entre forma y contenido en cada obra de arte, algo que la mayoría de piezas expresionistas no cumplía por razones obvias. Con todo, aclaró que tampoco se lograba nada estigmatizando sus debilidades a razón de que es un «producto nazi», cosa absurda, o prohibiendo a los autores la mera experimentación, algo aún más improductivo:

«Yo mismo nunca fui expresionista, pero jueces artísticos como este me irritan. En este debate impera mucha confusión sobre el formalismo. Algunos dicen: simplemente cambia la forma, pero no el contenido. Otros tienen la impresión de que lo que haces es lo mismo que renunciar al contenido en favor de la forma; en particular de la forma convencional. Y muchos aún no han percibido una cosa: ante las exigencias siempre nuevas del mundo social en transformación, el mantener las antiguas formas convencionales también es formalismo. ¿Podemos los subversivos realmente ir contra la experimentación? ¿Qué, «no deberíamos haber tomado las armas»? Sería mejor explicar las desventajas de un putsch mediante la explicación de las ventajas de la revolución. Pero no las ventajas de la evolución. Convertir al realismo a una cuestión formal, vincularlo a una, solo a una forma −y a una forma antigua, además− significa esterilizarlo. La escritura realista no es un problema formal. Tenemos que eliminar todos los aspectos formales que nos impiden entender profundamente la causalidad social; todos los aspectos formales que nos ayuden a entender en profundidad la causalidad social deben ser bienvenidos. Si queremos hablar con el pueblo, tenemos que ser comprendidos por el pueblo. Pero esto tampoco es una simple cuestión de forma. El pueblo no entiende solo las formas del pasado. Marx, Engels y Lenin recurrieron a formas muy nuevas de revelar la causalidad social al pueblo. En comparación con Bismarck, Lenin habló no solo de diferentes cosas, sino también de diferentes maneras. Lo que quería no era hablar de la manera antigua, ni de una forma nueva. Habló apropiadamente. Los errores y las equivocaciones de los futuristas son evidentes. Colocaron un pepino gigante sobre un cubo gigante, lo pintaron todo de rojo y lo llamaron Retrato de Lenin. Lo que querían era: que Lenin no debiera parecerse a nada que se haya visto antes. Se suponía que el cuadro no debía recordar a nada malo de los viejos tiempos. Por desgracia tampoco recordaba a Lenin. Esto es terrible. Pero no por eso les da la razón a los artistas cuyos cuadros sí recuerdan a Lenin, aunque su forma de pintar en nada recuerda la forma de luchar de Lenin. Esto también es evidente. Debemos luchar contra el formalismo como realistas y como socialistas». (Bertolt Brecht; Sobre el debate sobre el expresionismo, 1938)

Por su parte, en la polémica con el expresionismo de los años 30, Trotski o Bretón defendieron a capa y espada esta y otras vanguardias sin criticismo alguno, algo normal ya que gran parte de sus miembros se inclinaban hacia estas tendencias, tanto en lo artístico, filosófico, como en lo político. El trotskismo, siempre oportunista, acusaría a los «stalinistas» de «ser igual que los nazis», porque curiosamente para el año 1938 ambos regímenes rechazaban contundentemente dicha corriente artística, pero esto en realidad, es como no decir nada, porque tanto Stalin como Hitler o Lenin y Mussolini, rechazaban el liberalismo político, y no por ello comunismo y nazismo eran primo-hermanos. 

Aunque parezca imposible, estos debates y críticas sobre las debilidades del expresionismo fueron olvidados o censurados. En las siguientes generaciones los filósofos y artistas calificaron al unísono que el expresionismo había sido todo proezas. De hecho, para autores de la Escuela de Frankfurt, los aspectos más subjetivistas del romanticismo o el expresionismo fueron saludados como la máxima expresión de «rebeldía» y «emancipación»:

«El detalle, al emanciparse, se había tornado rebelde y se había erigido —desde el romanticismo hasta el expresionismo— en expresión desencadenada, en exponente de la revolución contra la organización». (Theodor W. Adorno, y Max Horkheimer; Dialéctica de la ilustración, 1944)

Y mucho más tarde, los autores posmodernos calificaron con júbilo que el expresionismo y otras vanguardias habían sido muy positivas, el acto de «liberación de las ataduras de la modernidad». La «autoexpresión» del expresionismo, era en sus palabras, el fin de:

«La metafísica de la objetividad concluye en un pensamiento que identifica la verdad del ser con la calculabilidad, mensurabilidad y, en definitiva, con lo manipulable del objeto de la ciencia-técnica». (Gianni Vattimo; Creer que se cree, 1996)

A finales de los años 30 coincidió que el expresionismo fue erradicado en Alemania con que en la URSS también existiera una repulsa similar hacia tal género. Las nuevas formas de expresión artísticas que se iban abriendo paso en el resto de países pusieron el último clavo a la tumba del expresionismo, que ya solo tendría ciertos reductos y, en el mejor de los casos, evoluciones o sincretismos con las nuevas corrientes artísticas. Pero la prueba definitiva de que el «experto en artes», el señor Lukács, no se enteraba de nada, ni de dónde venía ni a dónde iba el arte burgués, se denotaba en su orgullosa conclusión:

«La derrota del expresionismo es, pues, en última instancia, producto de la madurez de las masas revolucionarias». (Georg Lukács; Se trata del realismo, 1938)

Esto era una clara exageración que vista hoy causa vergüenza ajena. Afirmar esto sería como decir hoy que a nivel general ya no está de moda el viejo estructuralismo por la madurez de antropólogos, sociólogos e historiadores… no porque, simple y llanamente, el estructuralismo fue sustituido por otras tendencias posestructuralistas que, a su vez, casi todas evolucionan a partir de él, como el famoso posmodernismo. Este tipo de pensamiento tan equivocado ya lo explicamos en otras ocasiones:

«En el siglo XX se sucedieron, como si de modas se tratase, diversas escuelas filosóficas burguesas: el existencialismo, el estructuralismo y miles más hasta llegar, finalmente, como consecuencia lógica, el posmodernismo. (…) El posmodernismo, como estamos leyendo, tiene una herencia notable de la filosofía analítica o de la filosofía estructuralista, de hecho, a veces es sumamente difícil distinguir entre los autores de una y otra bancada −algo normal si tenemos en cuenta que muchos de ellos evolucionaron de estas corrientes−. (…) Algunos califican al posmodernismo como la filosofía del «eclecticismo» y el «cinismo». En efecto, así es. Pero un análisis concienzudo de la historia de la filosofía revela que gran parte de las corrientes se han valido de un sincretismo ante la incapacidad de tener un sistema propio bien estructurado. En todo caso, de lo que deberíamos hablar es de que el posmodernismo ha llevado al paroxismo un proceso que ya se venía produciendo en la filosofía idealista contemporánea. Aunque, en general, a toda la filosofía burguesa le cueste ser cada vez más seria y creativa, recurriendo a fusiones filosóficas cada vez más extrañas para ocultar sus fracasos y falta de vitalidad, lo cierto es que sí logra adaptarse a los desarrollos socioeconómicos que se van produciendo −si no fuese así, no cuadraría con las demandas de la época y ya habría sido sustituida por otra corriente más eficaz para el poder capitalista, como ocurrió con sus predecesoras−. El posmodernismo, por su propio carácter tan amplio y flexible que apela a un «pluralismo filosófico» −en resumidas cuentas, un «todo vale»− permite a la burguesía disponer de una gran capacidad para maniobrar con extrema facilidad. Gracias a esto se ha demostrado sobradamente que todavía hoy cumple muy bien con su función como agente del «diversionismo ideológico» y adormecedora de mentes. Por su promoción de la «atomización y «relativización» de las identidades, ideas y valores, el capital encuentra en esta corriente la mejor aliada para extinguir cualquier posible inquietud verdaderamente revolucionaria». (Equipo de Bitácora (M-L); La cuestión educativa, el feminismo, y el clásico discurso liberal de la «izquierda», 2020)

Pues lo mismo ocurrió en el arte con infinidad de escuelas y subescuelas. El expresionismo clásico fue sustituido por el expresionismo abstracto de los años 40, el cual lejos de fracasar a nivel mundial, triunfó convirtiendo a la ciudad de Nueva York en la sede del arte moderno». (Equipo de Bitácora (M-L); Notas aclaratorias sobre la cuestión artística, 2022)